miércoles, 28 de enero de 2015

EL MIEDO QUE TE TIENEN


 

El chapulineo, del que nos quejamos tanto y tan justificadamente, es el resultado de la no-reelección.

   La no reelección es el resultado de una historia plagada de encrustados en el poder, de dictaduras, de sendos abusos del poder.  Se comprende, pero a estas alturas de la vida nacional, la no reelección resulta no sólo irrelevante sino una fachada para el juego de sillas musicales propiciado por los partidos donde reside la verdadera dictadura.  En un país realmente democrático, los partidos son los facilitadores de organización,  unión, y de expresión de ideologías.  En un país realmente democrático, el proceso de seleccionar candidatos para los puestos de elección popular está definido, es sistemático y automático.  No es algo que se tiene que determinar al antojo del partido cada vez que se presenten elecciones.

    Detrás de estos deseos de mantener el poder y manipular el juego de sillas musicales yace algo más, un algo que se revela de muchas formas, algo cultural en los aposentos del poder político.  Todo partido y todo candidato en cualquier país democrático se interesan en el poder, en cómo conseguirlo, y qué hacer con él una vez poseído.  Desde los grupos de cabildeo hasta las organizaciones minoritarias de ciudadanos sostienen intereses particulares que luchan por el poder—el poder político, o simplemente el poder de ser escuchados.  En México, se puede agregar otro factor.

    Ese factor es el miedo a la gente, al pueblo.  La Revolución Mexicana sigue viva en su institucionalización de mil formas: ceremonias, días festivos, libros de texto, pero no me refiero al miedo de un levantamiento en armas como la Revolución.  La cultura política mexicana teme la incapacidad de sus ciudadanos.

    En las democracias como la inglesa o la estadounidense, apenas se puede creer la libertad de expresión que tolera insultos, mentiras, manipuleo propagandístico, caricaturas caústicas, y demás tácticas electorales.  Por no hablar de Francia.  Puede uno estar de acuerdo o no, pero más vale reconocer que en el momento en que un país limite la gama de expresión libre de ideas, sean filosóficas o insultos, en realidad se está expresando el temor de que los ciudadanos no tienen la capacidad de pensar por sí mismos.  México gasta fortunas juzgando si tal o cual expresión política durante una campaña es “aceptable” o no; las autoridades dentro de esta cultura política (gobiernos, partidos, pensadores, etc.) no creen que el ciudadano es lo suficientemente inteligente como para reconocer o descartar el resultado de la libre expresión de ideas. 

    Tomemos un ejemplo.  La expresión “AMLO es una amenaza para México” es una opinión que puede sostenerse con argumentos en pro y en contra.  Los argumentos pueden ser económicos, políticos, sociales, históricos, en fin, no hay límite.  Además, las opiniones expresadas en redes sociales rebasan por kilómetros (tanto en su rango como en su estupidez o inteligencia) las frases electorales, y se propagan como fuego en matorral seco.  El intento de imponer límites en la civilidad, o falta de la misma, refleja una profunda desconfianza en el pueblo y su capacidad de pensar.

   Igual con la no reelección.  Los ciudadanos no son capaces de resistir los embates de un caudillo en formación, así que no hay que darles la oportunidad de votarlo más que una sola vez.  En una democracia, un funcionario público puede optar por tomar licencia y postularse para otro puesto, pero no es a producto de gallina.  Existe la posibilidad de reelegirse. Las dos opciones deben existir en una verdadera democracia.

    Y sí, es posible que muchos de los ciudadanos no cuenten con los conocimientos, el interés, la inteligencia, o la cultura para escoger bien.  ¿Pero cuándo ha sido diferente, y en qué lugares del mundo?  La democracia es un sistema defectuoso, a veces injusto, pero puede producir resultados asombrosos, a veces magníficos.  Pero no lo sabemos, porque aquí no la tenemos.

DE LEONES Y TIGRES



 

Se calcula que en Estados Unidos hay más tigres en manos de particulares que en los zoológicos o en su estado natural. 

    Todos los años se registran accidentes o muertes como el resultado de mantener a animales salvajes en situaciones de cautiverio, y eso incluye a los delfines y las orcas.  Estos mamíferos marinos nunca han provocado el registro de ataques a personas en su habitat natural, pero no es así en los acuarios marinos: tanto los delfines como las orcas han atacado a entrenadores y cuidadores.

     La noticia en EL NORTE del miércoles 3 de diciembre acerca de una leona de cuatro meses, paseada en un parque con collar y correa, hace surgir un cuestionamiento acerca de los motivos de los miles de personas que persisten en tener animales peligrosos en calidad de “mascotas”—y de las tiendas de animales que persisten en proveerlos al público.  Esto último es un asunto de reglamentación legal; lo primero está firmemente en el área de la psicología humana.

    ¿Qué busca una persona al hacerse de serpientes venenosas, pitones, cocodrilos, depredadores felinos o caninos, u otros animales que en su estado adulto responden al llamado del instinto (como el chimpancé, por ejemplo, adorable como bebé y agresivo como adulto)?

    Sin duda, una parte de la respuesta es la necesidad de sentirse especial.  Lo especial reside en una extraña alianza con el mundo salvaje, un mundo que símbolicamente puede respresentar muchas cosas, pero sobre todo tiene que ser dominado, amaestrado, para reducir la angustia que surgen de estos símbolos.  Todos compartimos un deseo de acercarnos al mundo salvaje, de comprobarlo “seguro”, de poder acariciar el peligro y ver que el peligro nos acepta, inclusive que nos ama.  Todos cargamos con nuestra dosis de angustia existencial, todos compartimos el deseo de controlarla—no necesariamente somos exitosos en la faena, pero cada quien tiene su estilo.  Los que montamos a caballo lo hacemos por los mismos motivos, pero no es el animal en sí que ofrece el peligro que tiene que ser amaestrado, sino los peligros de la actividad misma.  Es como si cada vez nos dijéramos, “¿Ves? Controlo mi mundo.” 

     Lo malo sucede cuando esas necesidades llegan a cegar a la persona a la realidad, que el animal tiene instintos que la conexión con el ser humano no puede vencer.  La palabra “instinto” está cargadísima de simbolismo también—el tuyo, el mío, el de todo individuo.  En la teoría freudiana, tanto el lenguaje como todo el esfuerzo civilizador se dirigen a mantener el instinto en su sitio. 

     Lo mismo sucede con la gente que practica la pelea de perros; el mejor amigo del hombre es enseñado a ser salvaje para satisfacer las oscuras necesidades de sus dueños.

     No podemos escenificar estas necesidades con animales salvajes sin pagar un precio. Un paseo mínimo por Google mostrará cuántos entrenadores han sido atacados o muertos por sus tigres o leones; el famoso par de entrenadores Sigfried y Roy terminó cuando Roy fue atacado por un tigre en pleno espectáculo.  Tan distorsionada visión de la realidad abrigaba Roy que después explicó que seguramente el tigre intentó “protegerlo” llévandolo del escenario—por la garganta. 

     En alguna medida, estas son las distorsiones de todo dueño de animales peligrosos: la convicción de que nada les va a pasar porque se ha domado lo salvaje mediante el amor, los cuidados, y el cariño. 

    El estado, sin embargo, no tiene porqué caer en semejante engaño porque el peligro no existe sólo para el dueño sino también para su familia o sus vecinos, para la comunidad en general.  El estado (en cualquier nivel) actúa en contra de los intereses del bien común al otorgar permisos para poder poseer animales que no tienen cabida entre nosotros.  Lo absurdo es intentar controlar el tráfico de animales cuando al mismo tiempo damos rienda suelta a los instintos mortales del depredador “mascota”.

ETES-VOUS CHARLIE?


 

 

Un profesor de filosofía que escribe en un periódico estadounidense estuvo en París el día del ataque terrorista a la revista semanario Charlie Hebdo; el conmovedor artículo que escribió acerca de sus experiencias contenía una opinión interesante, aunque a mi forma de pensar, equivocada. 

    El profesor aseveró que no es lo mismo producir caricaturas satíricas acerca de la Iglesia Católica—que en Francia representa la mayoría de los creyentes religiosos—que crear sátira acerca de la religión de un grupo oprimido y minoritario.

    No se aclaró si eso de “oprimido” refería a los musulmanes palestinos o las minorías francesas del Medio Oriente.  Aunque no dudo ni un instante que sea muy difícil ser un inmigrante musulman en Francia, donde la mayoría intenta integrarse a la cultura, y sintiéndose ofendida o no por sátiras acerca de su religión, no sale a matar.  No es su calidad de inmigrante o diferente lo que distingue a los creyentes, por más difícil que tal estado resulte; es el hecho de que existe entre ellos personas dispuestas a usar la violencia para imponer su forma de pensar—si es que la palabra “pensar” sea aplicable.  No es la culpa de los musulmanes pacíficos, de los buenos ciudadanos que laboran todos los días para salir adelante.  Pero sí existe algo en la cultura en general de los países musulmanes árabes que fomenta el tomar las palabras del Profeta como una justificación para actos de violencia.  Ese algo no es una cuestión religiosa, sin embargo, sino son elementos culturales, lo cual explica porqué el país musulmán más grande, Indonesia, no representa un hervidero de yijadistas.

    La pregunta sería, entonces, ¿qué tan válido es calificar ciertas ideas como blancos legítimos de la sátira, y otras no?  De mil maneras se ha hecho mofa de los mormones, los católicos, los evangelistas, los judíos, los budistas, de todas las marcas y los colores religiosos que uno quiera mencionar.  El profesor de filosofía alega que es inapropiado burlarse de las ideas religiosas de un grupo oprimido, pero como filósofo debe saber que las ideas, todas, son cuestionables.  Ese cuestionamiento es la materia de la filosofía.  Cuando no podemos investigar u opinar en voz alta sobre el valor y la validez de una idea, simplemente no somos libres.

    Es una cosa muy distinta decir que un grupo oprimido no debe sufrir el insulto adicional de la sátira de sus creencias, y otra cosa muy diferente decir que no debemos hacerlo porque alquien nos puede matar. 

   No debemos confundir la prudencia o la compasión con la libertad.  No hay duda de que los grupos indígenas en México forman una población discriminada y/u oprimida, ¿pero quiere decir eso que no podemos criticar los múltiples abusos de los derechos humanos de las mujeres que son parte de sus “usos y costumbres”, mismos que pasan la Constitución por el arco del triunfo?  ¿Que no podemos burlarnos de creencias primitivas que incorporan tanto la superstición indígena como el fanatismo evangelista?  ¿Que no podemos cuestionar la validez de un sistema cultural en la cual los hombres no hacen nada y las mujeres lo hacen todo pero sin el derecho de tener propiedades, ni de ser votadas?  Hay grupos de indígenas que se matan entre sí por asuntos de tierras o religión; no hay nada exótico o loable en ello, y si forma parte de los usos y costumbres, tal vez sería hora de que dejemos de confundir una colorida danza indígena o una artesanía bella con el derecho a la estupidez ilegal.

   Francia es la cuna de muchos de los valores más preciados en Occidente, y los franceses han salido a defenderlos con una sola voz: “Je suis Charlie”.  La revista salió el miércoles como siempre; los supervivientes del ataque lo han declarado como una meta ineludible..  Sus temas son sátiras contra cualquier autoridad que los escritores crean pertinente.  Eso no va a cambiar.  Ojalá y nos dé valor para cambiarnos nosotros.  Etes-vous Charlie?