miércoles, 25 de agosto de 2010

El México que merecemos...

En los cuarenta y tres años que llevo viviendo en México, puedo contar con los dedos de una mano el número de veces que he escuchado a un mexicano hablar bien de su país. La euforia generalizada que se desata cuando México logra figurar a nivel mundial, sin importar la relevancia del logro (un Miss Universo o un Premio Nobel de la Literatura, todo es igual acá), es igualada durante los momentos de locura pasional como las fiestas patrias o durante un partido de futbol--pero son momentos pasajeros, que nunca llenan el buche de los ciudadanos sedientos de parar el cuello con algo mexicano, algo bien hecho, algo positivamente destacable. Son momentos lubricados por el alcohol. Son momentos en que podemos fingir que algo tuvimos que ver en la carga genética que conformó cuerpo y cara de una Miss Universo, o en la inusual genialidad de un pensador y escritor fuera de serie.

Los mexicanos no sólo son depresivos, una observación atinada de Octavio Paz; lo son porque el mexicano suele ser un idealista desilusionado, una fuente inagotable de amargura, chistes en contra de sí mismo o de su país, de críticas ácidas o de una burla autodirigida. Bajo el pretexto de "todo está mal, no hay nada que hacer, es inútil intentar", se tira el mexicano a la indiferencia, a la flojera social e intelectual, o, en cambio, a la arrogancia de unos minúsculos logros personales como la riqueza o lo que en este país pasa por ser intelectual, con tal de contrapesar la indescriptiblemente triste destino de vivir en México. Cualquier rumor negativo, generalmente sin fundamento, se pasa gozoso de ciudadano en ciudadano, sin que nadie pare un instante por pensar en las secuelas más amplias, en la abrumadora negatividad que el país carga, gracias a tales actitudes ciudadanas. Lo que está mal ahora, siempre estará mal, lo de antaño era mejor o, al contrario, lo anterior es la causa de todos nuestros males actuales, y nada tiene remedio nunca.

Con la infección rampante de ignorancia voluntaria que padecemos--y ¿por qué no, ya que nada tiene remedio?--nos parecemos a la bola de lunáticos gringos autodenominados Tea Party, que hacen de su abismal ignorancia una virtud. Pero la flojera intelectual que invade a México tiene un costo terrorífico: como no nos gusta pensar, cada "remedio" es un refrito de algo de no funcionó, no analizamos los eventos, no nos gusta plantear preguntas, y cada opinión es un disparo intantáneo valorada más bien por su graciosidad o ingenio humorístico. Es tan grave que una opinión positiva de algo mexicano, sobre todo de una figura política, es inmediatamente atacada--porque al mexicano, nada le da más pánico que pecar de ingenuo, de ser transado, y por ende, es fácilmente engañado con cualquier rumor absurdo, cualquier onda religiosa loca, que defenderá hasta la muerte porque de no hacerlo, se revelará equivocado--sinónimo de pendejo. El mexicano no sabe equivocarse como otro mortal y disculparse; cada error atenta contra la integridad de su alma. Lo que esto implica en cuanto a los métodos de educar a los niños pequeños es apabullante, para que éstos produzcan a personas tan temerosas de su humanidad.

Claro, nos pasamos alabando a las culturas indígenas, mismas que producen hermosas artensanías y pésimos avances sociales. Pero es puro jarabe de pico. México, que no tiene prejucios racistas, sí cuenta con un clasismo tan agresivo y dañino como el más arraigado racismo. El bajito, el morenito, el indito forman parte de las clases de los rechazados, mientras que las mujeres mexicanos se la pasan tiñiendo su pelo de rubio y creyendo que así se ven bien.

Cuando echamos mentadas de la antepasada materna a la clase política, habría que ver que tenemos la clase política que merecemos. Cuando nos volvemos histéricos ante la inseguridad, habría que pensar que nosotros somos la causa--no el PRI, no la partidocracia, no un vago e indefinido concepto de "corrupción". La corrupción lo somos todos.

Ni nos molestamos en pensar pausadamente, ni podemos sostener una conversación incluyente de opiniones diferentes. Por lo mismo, no llegamos a la acción productiva porque no hemos aprendido a liderear ni a coordinarnos, bola de divas que somos. La clase política es nuestro fiel reflejo.

Tenemos el México que merecemos. Lo que merece México son mejores ciudadanos.