miércoles, 28 de enero de 2015

DE LEONES Y TIGRES



 

Se calcula que en Estados Unidos hay más tigres en manos de particulares que en los zoológicos o en su estado natural. 

    Todos los años se registran accidentes o muertes como el resultado de mantener a animales salvajes en situaciones de cautiverio, y eso incluye a los delfines y las orcas.  Estos mamíferos marinos nunca han provocado el registro de ataques a personas en su habitat natural, pero no es así en los acuarios marinos: tanto los delfines como las orcas han atacado a entrenadores y cuidadores.

     La noticia en EL NORTE del miércoles 3 de diciembre acerca de una leona de cuatro meses, paseada en un parque con collar y correa, hace surgir un cuestionamiento acerca de los motivos de los miles de personas que persisten en tener animales peligrosos en calidad de “mascotas”—y de las tiendas de animales que persisten en proveerlos al público.  Esto último es un asunto de reglamentación legal; lo primero está firmemente en el área de la psicología humana.

    ¿Qué busca una persona al hacerse de serpientes venenosas, pitones, cocodrilos, depredadores felinos o caninos, u otros animales que en su estado adulto responden al llamado del instinto (como el chimpancé, por ejemplo, adorable como bebé y agresivo como adulto)?

    Sin duda, una parte de la respuesta es la necesidad de sentirse especial.  Lo especial reside en una extraña alianza con el mundo salvaje, un mundo que símbolicamente puede respresentar muchas cosas, pero sobre todo tiene que ser dominado, amaestrado, para reducir la angustia que surgen de estos símbolos.  Todos compartimos un deseo de acercarnos al mundo salvaje, de comprobarlo “seguro”, de poder acariciar el peligro y ver que el peligro nos acepta, inclusive que nos ama.  Todos cargamos con nuestra dosis de angustia existencial, todos compartimos el deseo de controlarla—no necesariamente somos exitosos en la faena, pero cada quien tiene su estilo.  Los que montamos a caballo lo hacemos por los mismos motivos, pero no es el animal en sí que ofrece el peligro que tiene que ser amaestrado, sino los peligros de la actividad misma.  Es como si cada vez nos dijéramos, “¿Ves? Controlo mi mundo.” 

     Lo malo sucede cuando esas necesidades llegan a cegar a la persona a la realidad, que el animal tiene instintos que la conexión con el ser humano no puede vencer.  La palabra “instinto” está cargadísima de simbolismo también—el tuyo, el mío, el de todo individuo.  En la teoría freudiana, tanto el lenguaje como todo el esfuerzo civilizador se dirigen a mantener el instinto en su sitio. 

     Lo mismo sucede con la gente que practica la pelea de perros; el mejor amigo del hombre es enseñado a ser salvaje para satisfacer las oscuras necesidades de sus dueños.

     No podemos escenificar estas necesidades con animales salvajes sin pagar un precio. Un paseo mínimo por Google mostrará cuántos entrenadores han sido atacados o muertos por sus tigres o leones; el famoso par de entrenadores Sigfried y Roy terminó cuando Roy fue atacado por un tigre en pleno espectáculo.  Tan distorsionada visión de la realidad abrigaba Roy que después explicó que seguramente el tigre intentó “protegerlo” llévandolo del escenario—por la garganta. 

     En alguna medida, estas son las distorsiones de todo dueño de animales peligrosos: la convicción de que nada les va a pasar porque se ha domado lo salvaje mediante el amor, los cuidados, y el cariño. 

    El estado, sin embargo, no tiene porqué caer en semejante engaño porque el peligro no existe sólo para el dueño sino también para su familia o sus vecinos, para la comunidad en general.  El estado (en cualquier nivel) actúa en contra de los intereses del bien común al otorgar permisos para poder poseer animales que no tienen cabida entre nosotros.  Lo absurdo es intentar controlar el tráfico de animales cuando al mismo tiempo damos rienda suelta a los instintos mortales del depredador “mascota”.

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