Se calcula que en Estados Unidos
hay más tigres en manos de particulares que en los zoológicos o en su estado
natural.
Todos los años se registran accidentes o
muertes como el resultado de mantener a animales salvajes en situaciones de
cautiverio, y eso incluye a los delfines y las orcas. Estos mamíferos marinos nunca han provocado
el registro de ataques a personas en su habitat natural, pero no es así en los
acuarios marinos: tanto los delfines como las orcas han atacado a entrenadores
y cuidadores.
La noticia en EL NORTE del miércoles 3 de
diciembre acerca de una leona de cuatro meses, paseada en un parque con collar
y correa, hace surgir un cuestionamiento acerca de los motivos de los miles de
personas que persisten en tener animales peligrosos en calidad de “mascotas”—y
de las tiendas de animales que persisten en proveerlos al público. Esto último es un asunto de reglamentación
legal; lo primero está firmemente en el área de la psicología humana.
¿Qué busca una persona al hacerse de
serpientes venenosas, pitones, cocodrilos, depredadores felinos o caninos, u
otros animales que en su estado adulto responden al llamado del instinto (como
el chimpancé, por ejemplo, adorable como bebé y agresivo como adulto)?
Sin duda, una parte de la respuesta es la
necesidad de sentirse especial. Lo
especial reside en una extraña alianza con el mundo salvaje, un mundo que
símbolicamente puede respresentar muchas cosas, pero sobre todo tiene que ser
dominado, amaestrado, para reducir la angustia que surgen de estos
símbolos. Todos compartimos un deseo de
acercarnos al mundo salvaje, de comprobarlo “seguro”, de poder acariciar el
peligro y ver que el peligro nos acepta, inclusive que nos ama. Todos cargamos con nuestra dosis de angustia
existencial, todos compartimos el deseo de controlarla—no necesariamente somos
exitosos en la faena, pero cada quien tiene su estilo. Los que montamos a caballo lo hacemos por los
mismos motivos, pero no es el animal en sí que ofrece el peligro que tiene que
ser amaestrado, sino los peligros de la actividad misma. Es como si cada vez nos dijéramos, “¿Ves?
Controlo mi mundo.”
Lo malo sucede cuando esas necesidades
llegan a cegar a la persona a la realidad, que el animal tiene instintos que la
conexión con el ser humano no puede vencer.
La palabra “instinto” está cargadísima de simbolismo también—el tuyo, el
mío, el de todo individuo. En la teoría
freudiana, tanto el lenguaje como todo el esfuerzo civilizador se dirigen a
mantener el instinto en su sitio.
Lo mismo sucede con la gente que practica
la pelea de perros; el mejor amigo del hombre es enseñado a ser salvaje para
satisfacer las oscuras necesidades de sus dueños.
No podemos escenificar estas necesidades
con animales salvajes sin pagar un precio. Un paseo mínimo por Google mostrará
cuántos entrenadores han sido atacados o muertos por sus tigres o leones; el
famoso par de entrenadores Sigfried y Roy terminó cuando Roy fue atacado por un
tigre en pleno espectáculo. Tan
distorsionada visión de la realidad abrigaba Roy que después explicó que
seguramente el tigre intentó “protegerlo” llévandolo del escenario—por la
garganta.
En alguna medida, estas son las
distorsiones de todo dueño de animales peligrosos: la convicción de que nada
les va a pasar porque se ha domado lo salvaje mediante el amor, los cuidados, y
el cariño.
El estado, sin embargo, no tiene porqué
caer en semejante engaño porque el peligro no existe sólo para el dueño sino
también para su familia o sus vecinos, para la comunidad en general. El estado (en cualquier nivel) actúa en
contra de los intereses del bien común al otorgar permisos para poder poseer
animales que no tienen cabida entre nosotros.
Lo absurdo es intentar controlar el tráfico de animales cuando al mismo
tiempo damos rienda suelta a los instintos mortales del depredador “mascota”.
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