En su libro “Naked Economics”
(Economía al desnudo), el autor Charles Wheelan señala que un grupo minoritario
determinado y bien organizado puede influir de forma impactante en las
políticas gubernamentales, sociales o económicas aún en contra del bienestar en
general.
Este fenómeno se debe a que el resto de la
sociedad no considera el tema del grupo de suficiente importancia como para
justificar acción. El ejemplo que da el
autor es el siguiente: el gobierno estadounidense desde hace décadas paga subsidios
a un pequeño grupo de productores de cierto tipo de lana para que éstos puedan
seguir económicamente activos. Al resto de los ciudadanos de aquel país les
importa poco la relativamente pequeña cantidad del erario destinada a este
renglón a pesar de que sus impuestos son usados para tal fin. Los rancheros que crían estas ovejas y
producen esta lana simplemente operan bajo el radar de la vasta mayoría de la
población.
Mucho peor es el ejemplo de la ley de la
Prohibición, cuando un grupo vociferante, moralista, y equivocado logró imponer
sus puntos de vista sobre el país entero, disparando una de las peores oleadas
criminales en la historia del país y dando un ímpetu a la incipiente mafia
americo-siciliana que no ha cesado hasta la fecha.
México tiene una abundancia de grupejos
vociferantes que intentan proteger intereses políticos o comerciales, o que
trabajan en contra de los intereses políticos y/o sociales de gobiernos,
partidos, y organizaciones. La enorme
pasividad tanto de la población—con algunas excepciones—como de las autoridades
federales encargadas de mantener un nivel funcional de orden y paz es
simplemente inaceptable.
La pregunta es, ¿qué impide la actuación
del gobierno federal en casos obvios de desorden e ingobernabilidad? ¿Qué clase de autoridad tenemos que no puede,
o no quiere, hacer lo necesario para proteger el derecho a votar en los estados
como Guerrero y Oaxaca?
Una parte de la respuesta es el temor a la
opinión extranjera que nos tachará de represores. Otra parte es el temor a la opinión pública
mexicana en tiempos electorales. Lo que
el Gobierno Federal no parece entender es que parte del hartazgo que sienten
los ciudadanos es causada precisamente por la impunidad que el mismo Gobierno
solapa y promueve con su pasividad. Los
ciudadanos están hartos, mas pasivos; el Gobierno Federal es pasivo por temor,
y el país padece todas las consecuencias negativas aumentadas al cuadrado de
esta doble pasividad.
Una de las consecuencias es el sentir de
muchos ciudadanos que parecen añorar a un caudillo; demasiada gente pensó que
la democracia todo lo iba a resolver como arte de magia, y como ello no
ocurrió, tenemos que regresar a los tiempos en que “las cosas sí se
hacían”. El proceso de aprender cómo ser
un país democrático es largo y a veces el camino no está pavimentado, pero se
tiene que andar. El mayor peligro para
la democracia mexicana es un Gobierno que no ejerce su legítima y democrática
autoridad; ¿quién no añoraría un gobierno “que sí hace las cosas” cuando el que
tenemos no parece ser capaz de parar movimientos violentos; que permite el
bloqueo de carreteras y calles al detrimento de los demás ciudadanos; que sigue
en eternas mesas de diálogo con grupos que no están ahí para realmente
dialogar; que consecuenta la violación de los derechos humanos de miles de
mujeres indígenas por temor a ser etiquetado de “anti-indigenista”; que tolera
un gobierno del Distrito Federal que viola los derechos de tránsito de cientos
de miles de ciudadanos y que permite actos vandálicos sin precedente en tiempos
de paz?
El Gobierno Federal es el encargado de
proteger el crecimiento de la democracia mexicana, facilitando un espacio y las
condiciones para ese crecimiento; pero cuando es retado con violencia, no sabe
responder consistentemente. Pasivos nosotros y pasivo el Gobierno: una fórmula
riesgosa.
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