2 tazas de jugo de limón, unos 12 a 15 limones
2 tazas jarabe de albahaca (receta en seguida)
2 tazas agua muy fría o agua mineral
abundante hielo.
Mezclar todo en un jarrón y guardar en el refrigerador. Servir con abundante hielo. Es una limonada sumamente refrescante.
Jarabe de albahaca
2 tazas de azúcar
1 taza agua
un manojo de albahaca fresca, lavada y con los tallos eliminados.
Combinar los ingredientes en una olla y dejar hervir unos 5 minutos para que se disuelva el azúcar. Dejar enfriar y guardar en el refrigerador.
El lenguaje ya no es suficiente. Cuando puse un anuncio en el periódico indicando que quería comprar un caballo, especificando las razas candidatas, sólo dejé mi correo electrónico. Me llovieron mails de personas que ofrecían tal o cual maravilla. Un contacto por teléfono con cada individuo aclaró que soy chaparrita y viejita, y que no deseaba un caballo muy grande, ya que pensé acortar en lo más posible ese viaje de la montura al suelo ayudado sólo por la gravedad.
Me divertí muchísimo viajando a los pueblos alrededor de Monterrey para ver los caballos, aunque destaca mucho el primer viaje, hacia Linares. Me llevó el dueño de los cuacos en venta a una pequeñísima quinta rodeada de árboles de toronja rubí, un lugar hermoso. Una vez ahí, prosiguió a sacar de su caballeriza un animal que poco faltaba para calificar como elefante. Era tan grande el caballo que el dueño le había enseñada a separar las manos y patas, como una especie de reverencia atenuada, para que él pudiera subirse a la silla. De no contar con ese truco el caballo, el dueño habría requerido de una grúa. Ya me veía intentando montar semejante animal desde el techo de nuestras caballerizas. Habría tenido que instalar una resbaladilla para bajarme. Si el animal se animara a tirarme algún día, me recogerían más o menos cerca de Matehuala.
Pero antes de montarse, había atado el cuaco a un tronquito horizontal, como los que se veían en frente de las cantinas del viejo oeste, en frente del sillero. Al subir la cortina metálica del sillero, ésta gimió como alma en pena, y el caballo se pegó la espantada del siglo. Arrancó el tronco de raíz y se fue feliz y libre hacia la huerta, de donde su dueño logró rescatarlo después de muchos minutos de esfuerzo. El esfuerzo que funcionó fue ofrecerle comida al cuaco.
Aunque a estas alturas quedó eliminado de mi lista de posibilidades, quería ver al dueño montar el animalón--tan manso, tan manso, decía el dueño, que lo montaba su señora esposa. Se me olvidó preguntar si ya era viudo.
Después de diez minutos los dos, caballo y jinete, quedaron bañados de sudor--el caballo por nervioso, y el dueño por la lucha campal de controlarlo.
En un último intento de convencerme de que me convenía aquel corsel de la Edad Media, el amable señor me colmó de jugo de toronja. Se dice que la tumba del jinete siempre está abierta, pero en el caso de este caballo, no era tumba, era el Divisadero.
Fui a dar con mi amor Bandolero en las peores circunstancias posibles. Me llevó su dueño a Mi Ranchito, donde (otra vez, las palabras "chaparrita" y "caballo chico" no tenían significado alguno) me puso a contemplar un caballazo portugués, grande de edad y de tamaño, que deseché desde que salió de la caballeriza.
A lo lejos, se asomaban una hermosa cabeza y un cuellón de semental desde una escuálida caballeriza. "Algo como eso..." dije, perdidamente enamorada a primera vista.
"Ah, pues ése es el otro que le iba a enseñar", dijo el dueño, ya contando su lana a priori. Lo sacó, lo montó, le hizo hacer sus payasadas cirqueras que le había enseñado, pero no era necesario--ya lo amaba. Lo amaba sin montarlo, a pesar de su calidad de semental que lo traía vuelto loco por la presencia de yeguas en calor, a pesar de que yo ya no tenía ni con qué negociar el precio porque quedé en calidad de taruga babeante ante una estrella de cine. Sabía que ése era el caballo para mí, el único, que no había vuelta de hoja.
Mi amor Bandolero ha sido todo lo que mi intuición me indicó--querendón, confiable, alegre, llamándome a relinchos cuando llego y exigiendo su azúcar de premio por ser tan guapo. Está tan severo el asunto que cuando tomé un "test" en una revista para jinetes, para saber qué tanta sensibilidad ecuestre tiene uno, salí de la gráfica y fui a dar a la categoría de "en otra vida fuiste yegua, mi chula".
Ni modo. ¡A la quinta!
2 tazas jarabe de albahaca (receta en seguida)
2 tazas agua muy fría o agua mineral
abundante hielo.
Mezclar todo en un jarrón y guardar en el refrigerador. Servir con abundante hielo. Es una limonada sumamente refrescante.
Jarabe de albahaca
2 tazas de azúcar
1 taza agua
un manojo de albahaca fresca, lavada y con los tallos eliminados.
Combinar los ingredientes en una olla y dejar hervir unos 5 minutos para que se disuelva el azúcar. Dejar enfriar y guardar en el refrigerador.
El lenguaje ya no es suficiente. Cuando puse un anuncio en el periódico indicando que quería comprar un caballo, especificando las razas candidatas, sólo dejé mi correo electrónico. Me llovieron mails de personas que ofrecían tal o cual maravilla. Un contacto por teléfono con cada individuo aclaró que soy chaparrita y viejita, y que no deseaba un caballo muy grande, ya que pensé acortar en lo más posible ese viaje de la montura al suelo ayudado sólo por la gravedad.
Me divertí muchísimo viajando a los pueblos alrededor de Monterrey para ver los caballos, aunque destaca mucho el primer viaje, hacia Linares. Me llevó el dueño de los cuacos en venta a una pequeñísima quinta rodeada de árboles de toronja rubí, un lugar hermoso. Una vez ahí, prosiguió a sacar de su caballeriza un animal que poco faltaba para calificar como elefante. Era tan grande el caballo que el dueño le había enseñada a separar las manos y patas, como una especie de reverencia atenuada, para que él pudiera subirse a la silla. De no contar con ese truco el caballo, el dueño habría requerido de una grúa. Ya me veía intentando montar semejante animal desde el techo de nuestras caballerizas. Habría tenido que instalar una resbaladilla para bajarme. Si el animal se animara a tirarme algún día, me recogerían más o menos cerca de Matehuala.
Pero antes de montarse, había atado el cuaco a un tronquito horizontal, como los que se veían en frente de las cantinas del viejo oeste, en frente del sillero. Al subir la cortina metálica del sillero, ésta gimió como alma en pena, y el caballo se pegó la espantada del siglo. Arrancó el tronco de raíz y se fue feliz y libre hacia la huerta, de donde su dueño logró rescatarlo después de muchos minutos de esfuerzo. El esfuerzo que funcionó fue ofrecerle comida al cuaco.
Aunque a estas alturas quedó eliminado de mi lista de posibilidades, quería ver al dueño montar el animalón--tan manso, tan manso, decía el dueño, que lo montaba su señora esposa. Se me olvidó preguntar si ya era viudo.
Después de diez minutos los dos, caballo y jinete, quedaron bañados de sudor--el caballo por nervioso, y el dueño por la lucha campal de controlarlo.
En un último intento de convencerme de que me convenía aquel corsel de la Edad Media, el amable señor me colmó de jugo de toronja. Se dice que la tumba del jinete siempre está abierta, pero en el caso de este caballo, no era tumba, era el Divisadero.
Fui a dar con mi amor Bandolero en las peores circunstancias posibles. Me llevó su dueño a Mi Ranchito, donde (otra vez, las palabras "chaparrita" y "caballo chico" no tenían significado alguno) me puso a contemplar un caballazo portugués, grande de edad y de tamaño, que deseché desde que salió de la caballeriza.
A lo lejos, se asomaban una hermosa cabeza y un cuellón de semental desde una escuálida caballeriza. "Algo como eso..." dije, perdidamente enamorada a primera vista.
"Ah, pues ése es el otro que le iba a enseñar", dijo el dueño, ya contando su lana a priori. Lo sacó, lo montó, le hizo hacer sus payasadas cirqueras que le había enseñado, pero no era necesario--ya lo amaba. Lo amaba sin montarlo, a pesar de su calidad de semental que lo traía vuelto loco por la presencia de yeguas en calor, a pesar de que yo ya no tenía ni con qué negociar el precio porque quedé en calidad de taruga babeante ante una estrella de cine. Sabía que ése era el caballo para mí, el único, que no había vuelta de hoja.
Mi amor Bandolero ha sido todo lo que mi intuición me indicó--querendón, confiable, alegre, llamándome a relinchos cuando llego y exigiendo su azúcar de premio por ser tan guapo. Está tan severo el asunto que cuando tomé un "test" en una revista para jinetes, para saber qué tanta sensibilidad ecuestre tiene uno, salí de la gráfica y fui a dar a la categoría de "en otra vida fuiste yegua, mi chula".
Ni modo. ¡A la quinta!
1 comentario:
Claro que era viudo el ranchero, y si no, no se enteró que su esposa ya está en Los Ángeles, y no de wetback, sino porque allá aterrizó cuando el caballo la ha de haber querido desmontar...saludos.
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